Historia del Presente
041 Revista de Arquitectura y Urbanismo (9): 2–3
Colegio de Arquitectos de la Provincia de Santa Fe Distrito 2, Rosario, 2014
Es difícil escribir la historia del presente. Estamos demasiado inmersos en los procesos como para poder discernir si están empezando, en apogeo o en decadencia. Los procesos se acumulan, tienen bordes difusos, se superponen. Los actores tienen puntos de vista distintos, unos ven las cosas hacia atrás, otros imaginan adelante. El presente es un torbellino, una acumulación de acontecimientos que seducen nuestra atención. Necesitamos de una concentración fuera de nuestro alcance para organizar nuestro lugar, para realizar las conexiones entre las pulsiones, para mantener la distancia crítica que nos permita entender donde estamos, para torcer el curso de los cosas antes de llegar a puertos equivocados o naufragar. El verdadero acto crítico es encontrar diferencias dentro de similitudes y similitudes dentro de diferencias, encontrar umbrales donde un proceso se transforma en otro, donde una generación se convierte en la siguiente. Hacer esto en las circunstancias económicas, sociales y políticas de la realidad Argentina contemporánea es un acto de lucidez improbable. En esta ocasión, tal vez sólo podamos discernir algunos cambios recientes en las condiciones de práctica profesional local, proponer algunos puntos de inflexión y dejar pendiente un escrito más preciso para alguna otra ocasión.
El 2001 es claramente una bisagra y un posible punto de partida para nuestra historia del presente. Todo lo anterior al 2001 puede ser catalogado bajo un nombre: los noventa, es decir, el pasado. Cosas que pasaban en el pasado: la Facultad de Arquitectura vivía un momento intenso, punto de máxima concentración y madurez del proyecto puesto en marcha por el cambio de plan de estudios del retorno democrático. Las cátedras proyectuales formaban camadas con identidades claras dentro de un ecosistema institucional auto-referencial (con exclusiones notorias) y una amplia expansión al panorama internacional gracias a la cercanía de publicaciones extranjeras (Croquis, Domus, etc). Ciclos de charlas con invitados nacionales y extranjeros organizadas por colectivos académicos y profesionales diferenciados ideológicamente activaban paralelamente el discurso disciplinar. El medio profesional se activaba con concursos sobre el espacio público que contaban con amplia participación de los colegiados (Pasaje Juramento, Unidad IV, etc). La escuela y la profesión se sentían parte de un debate, que ligado a la recuperación del río y la descentralización democrática de la administración municipal, discutía el futuro urbano de Rosario. Esto se complementaba con una marcada falta de trabajo que se agudizó fuertemente en la recesión del final de la convertibilidad: ya no era que nos dábamos el lujo de pensar porque teníamos tiempo, ahora teníamos que emigrar fuera del país, para seguir nuestras carreras académicas o profesionales.
Todo cambió después de la devaluación del 2002 y el default. Entramos en nuestro presente. En un primer momento, el dólar estuvo muy caro y el mundo nos quedó muy lejos. Al mismo tiempo, las nuevas condiciones macro-económicas y el boom agro-exportador inundaron Rosario de inversiones inmobiliarias. Esto trajo aparejado un paradójico achicamiento de los horizontes culturales: ya no había tiempo para pensar, había mucho trabajo. Trabajo de otro tipo, entre ellos la búsqueda de inversores y el armado logístico-financiero para organizar fideicomisos. De un momento a otro la arquitectura local volvía a ser parte de un motor económico de transformación urbana y territorial. Hoy queda claro que este auge inmobiliario (Que estaría terminando ya? O cambiando de piel?) no trajo aparejado nuevos programas, nuevas tipologías o nuevas formas de vida urbana. Por el contrario, el medio de inversión mas abusado fue y sigue siendo el edificio entre medianeras que explota las posibilidades del lote y el código hasta el extremo, en ahorros espaciales y materiales de dudoso valor y nula generosidad cívica. Un interludio en el último cambio de Código Urbano (antes de su aprobación total, un interregno de 4 años) produjo además el éxodo de los edificios al barrio rosarino, conquistando con alturas insospechadas a vecinos de una o dos plantas. Es esas ocasiones, la medianera, implacable muro, denunció nuevamente la falta de imaginación y el nulo compromiso con la construcción de la ciudad de la especulación inmobiliaria. Aquí los arquitectos quedamos por fin en la mira del ciudadano y grupos vecinales se organizaron en contra de las torres; sólo que algunas ya estaban por el décimo piso.
Nos quedará por debatir, si alguna vez lo hiciéramos, si la modalidad del Corredor Urbano es la mejor manera de organizar la llegada de la alta densidad al barrio rosarino. Otro debate que nos debemos (entre el colegio de arquitectos y la administración municipal?), es si los cambios al Código pueden ser mejorados: en lo que respecta a masa edificada, patios, escaleras, balcones, etc. En paralelo a estos procesos que impactan en la pequeña escala que trabaja por acumulación, la aparición repentina de capitales concentrados ha creado un modelo inusitado de construcción de ciudad en nuestro medio: la transformación de grandes parcelas pos-industriales con ubicaciones estratégicas en sectores residenciales de alta gama, en consonancia con nuevas reglas de inversión público-privada, bajo control del mismo grupo inversor y único proyectista.
Corolario de estos procesos económico-territoriales y de estas nuevas condiciones de práctica profesional, el trabajo del arquitecto independiente se ha visto paulatinamente expulsado de la ciudad. Los encargos de vivienda unifamiliar, la base de la práctica local independiente, se alejan cada vez más, encerrados en barrios privados o dispersos en loteos abiertos. El común denominador de estas urbanizaciones son ejes sectorizados por grupo social: a medida que nos alejamos del área central, los barrios de alta calidad paisajística e infraestructural van perdiendo “exclusividad” y “amenities”, hasta llegar a loteos residenciales de lotes mínimos y gran densidad de uso de suelo que generarán barrios alejados de cualquier infraestructura social y estarán por siempre despojados de identidad urbana. Agregando leña a este fuego sub-urbanizador llegó la modalidad del crédito inmobiliario Pro.Cre.Ar y el abandono definitivo de la planificación al ubicar en el actor individual la decisión sobre la vivienda, ya nunca más colectiva ni urbana. Un aparente “empoderamiento” del actor individual, que en realidad lo deja a la deriva, preso de procesos económicos que lo dominan. Para la profesión se multiplican posibilidades de actuación de la práctica independiente, pero se atomiza aún más la posibilidad de un proyecto colectivo sobre la vivienda para clase media.
La disciplina ya ha abandonado la vivienda social como proyecto, ahora hemos abandonado la ciudad. El acompañamiento del arquitecto a este proceso de sub-urbanización ha sido acrítico y en algunos casos cómplice. Hemos construido medianeras en medio de la nada sin reflexionar sobre una posición, un programa, un proyecto. Desde un punto de vista optimista, en algunas oportunidades se ha recuperado la idea de paisaje y se ha colocado al horizonte de la pampa como nuevo locus conceptual de la arquitectura local; en ocasiones, algunas viviendas individuales reflexionan sobre las condiciones de privacidad en la supuesta baja densidad de la periferia. Pero esto se da en contados casos. La disciplina, el medio profesional, ha estado ausente en la generación de un debate sobre el futuro metropolitano que nos espera: barrios alejados con una clara falta de infraestructura, siguiendo un modelo de urbanización disperso basado en el automóvil, bajo el poder del mercado inmobiliario. Estamos en el inicio de un proceso de abandono de la ciudad, que traerá consecuencias de éxodo cultural. Es nuestra obligación como profesionales enamorados del espacio público defenderlo frente a esta tensiones de dispersión horizontal. Tenemos que volver a la ciudad a repensar nuestras manzanas con tipologías de vivienda que encanten nuevamente a un público seducido con un discurso mentiroso: el que ofrece seguridad en el paisaje abierto y la naturaleza pero que devuelve una vida basada en la congestión del tránsito, el hacinamiento en el medio de la nada y una falta de cohesión social patente. La arquitectura rosarina alguna vez fue un emblema colectivo, urbano, optimista y modernizador; hoy es un reflejo de nuestro escape individual hacia la periferia. Antes hacíamos instituciones plurales e inclusivas, hoy construimos casas solitarias, en lotes dispersos, intentos de aislarnos cada vez más unos de otros.
La conversación que nos debemos es la evidente falta de programas públicos en la práctica de los estudios independientes, precisamente en el momento en que, tanto la provincia de Santa Fe como la ciudad de Rosario, son admirados nacional e internacionalmente por su política de infraestructura e inversión pública. Dos procesos paralelos explican esta paradoja. Por un lado, el crecimiento de la planta permanente de las entidades públicas, tanto a nivel de secretarías municipales como de ministerios provinciales y su necesidad de justificar inversiones en capacitación y profesionalización y por otro lado el descreimiento de los estamentos públicos sobre la efectividad y economía de los concursos profesionales de proyecto arquitectónico. Estos dos procesos han creado las condiciones para que todas las instancias de planeamiento, proyecto y construcción de la obra pública se concentren en las reparticiones oficiales. Si bien ya es antiguo el reclamo sobre el concurso de obra pública y conocidas las diferencias de visión entre arquitectos asentados en la profesión y jóvenes que quieren abrirse camino, es evidente que sin práctica no hay maestro. Al no tener oportunidades de demostrar nuestros conocimientos, nuestra disciplina en conjunto se atrofia y perdemos oportunidades de participar con nuestra inteligencia colectiva en el debate democrático sobre el tipo de infraestructura pública que necesitamos para crecer como sociedad.
Mientras todos estos procesos siguen su curso, los actores individuales mantienen prácticas profesionales a la intemperie. Algunos se preocupan por la construcción de una trayectoria, es decir, por el desarrollo de ideas y la persecución de problemas a través de múltiples obras en el transcurso del tiempo; una ética de la resistencia casi utópica cuando el día a día se va en tratar de mantener vivo un estudio con proyectos de pequeña escala. Es gracias a la publicación de obras en medios nacionales y extranjeros y gracias a premios y presentaciones en Bienales que algunos arquitectos han sabido llamar la atención. Un signo de las presiones a las que se ve sometido el arquitecto local es la fragmentación de las prácticas; no hay hoy conciencia colectiva de pertenencia a una disciplina. Mas allá de las afinidades personales que puedan tenerse entre colegas, no hay un reconocimiento de los problemas compartidos, del tipo de discurso que la arquitectura tiene para ofrecer a los ciudadanos de la región, de las respuestas a los problemas que lo interpelan desde lo urbano y territorial.
Juan Manuel Rois, 2014.