Chicago: Territorio de Inmigrantes
[en línea]. Michigan Papers. 25 de Septiembre de 2016
Chicago siempre ha sido una ciudad de inmigrantes.
En realidad, primero fue un lugar de paso de migrantes: la zona donde se encuentran los ríos que van al sur con los lagos que conectan con el norte fue tierra propicia para el intercambio comercial entre pueblos originarios distantes. El comercio se realizaba en verano, y después, cada uno volvía a su lugar. El mito fundacional de Chicago es que su primer residente estable a finales del 1700 (el primero que se animó a quedarse en invierno en esta tierra inhóspita), fue un tal Jean Baptiste du Sable; un negro francés, esclavo liberado del Caribe, casado con una Potawatomi.
Chicago fue desde siempre una ciudad de frontera, de inmigrantes. Y es historia reciente, arrancando como ciudad recién en 1837. En 1871, como ciudad de madera de 350.000 habitantes se prende fuego totalmente. En 1880 ya tiene medio millón de habitantes, reconstruida como ciudad moderna. Ahí comienza la expansión de la que fue la ciudad de mayor crecimiento en el mundo en esos años: 1890: 1.000.000; 1900: 1.700.000; 1910: 2.100.000; 1920: 2.700.000; 1930: 3.370.000. La mayor parte de los barrios de la ciudad tal como los conocemos hoy se construyeron en esos cincuenta años.
A esa ciudad, la quemada y la reconstruida, la hicieron los inmigrantes, por el simple hecho de que antes allí no había nadie. Esos tres millones de personas eran irlandeses, alemanes, rusos, italianos; eran católicos, protestantes, judíos; mayoritariamente blancos europeos a los que se suma luego la migración interna pos-guerra civil de los negros del sur (Illinois peleó del lado abolicionista, mientras que su estado vecino Saint Louis por el esclavista).
Los barrios históricos se fueron construyendo coagulando estos flujos migratorios, cada comunidad se organizaba construyendo sus lazos territoriales: su iglesia, sus restaurantes, sus mercados, sus tiendas, sus lazos comerciales, sus redes profesionales, sus economías locales: los barrios italianos, los barrios irlandeses, los barrios alemanes, los barrios polacos; luego los barrios negros, los barrios latinos, los barrios chinos. Todo esto hace que Chicago sea una ciudad profundamente multi-cultural, al tiempo que espacialmente segregada. Si bien la población urbana (dentro de los límites de la ciudad) se ha estabilizado en unos casi 3 millones, la zona metropolitana, hoy con 10 millones de habitantes, recibe desde los sesenta y hasta el día de hoy, una larga historia de migraciones desde México, Centro América y Asia, con la ola más reciente de Europa del Este después de la caída del muro y la guerra en los balkanes.
Que la inmigración estaba viva en Chicago yo lo veía en el tren al trabajo en mi primer año: la línea roja del CTA atraviesa barrios claramente diferenciados por procesos migratorios recientes: vietnamitas, jamaiquinos, etíopes. Con mis amigos íbamos a comer a un restaurantes étnicos manejados por sus dueños, con clientes habituales conectando con sus tierras de origen. Te tomabas un taxi y el que manejaba era iraní o iraquí. Mi supermercado era croata, a tres cuadras la zona hindú se cruzaba con la pakistaní. Cuando empecé a trabajar en SOM, más de la mitad de mis compañeros de trabajo eran extranjeros, la mayoría con intenciones de quedarse. Cuando volví a dar clases en UIC, universidad estatal de Illinois con muchas becas y ayudas económicas para residentes locales, casi un tercio de mis alumnos eran extranjeros o de primera generación: latinos hijos de inmigrantes ilegales, bosnios y croatas de familias que escaparon la guerra de la ex-Yugoslavia; ucranianos, estonios, polacos, el amplio abanico de la diáspora post-soviética.
Vivir en Chicago me hizo dar cuanta de lo parecidos que somos todos en Rosario. En Chicago, la coexistencia urbana implica necesariamente la aceptación de la diferencia; todos son profundamente distintos, conviviendo en aceptación. En los mejores momentos esto se vive como una celebración: en las fiestas en los barrios, en los festivales culturales, en las calles del verano. Hay tensiones, pero esas vienen de otro lado.
Lincoln Square, el barrio donde estuvimos parando en este ultimo viaje (2016), era el barrio alemán. La Oktober Fest se celebra en su calle comercial, que sigue teniendo carteles con típicas letras góticas. Mike, nuestro amigo, le compró su casa a un alemán que vivió siempre en ella, desde que llegó de Alemania con su mujer escapando de la guerra. Las casas de barrio en Chicago, las de ladrillo y techo plano, se llaman Two-Flats, que quiere decir dos apartamentos. El inmigrante se compraba o construía (con crédito) la casa, y vivía en la unidad de arriba y alquilaba la unidad de abajo. Los inmigrantes se iban a vivir en barrios todos juntos, dependiendo de las redes de ayuda que hubieran construido, se constituían en comunidad, se organizaban en sus iglesias, y armaban sus calles comerciales propias. Yendo a la playa el domingo pasamos por Andreson Ville, un barrio de inmigración Sueca, con un restorán famoso, Svea, para “desayunar como un vikingo”. Así por toda la ciudad, rincones donde la gente se fue juntando y armando su lugar.
Después de la playa caminamos un rato por The 606, un nuevo parque lineal construido aprovechando una vía de tren abandonada, construido para tratar de copiar el éxito (inmobiliario?) de la High Line de Nueva York. La zona no es Chelsea y me interesaba ver como se desarrollaba la posible gentrificación a su alrededor. Empezamos en la parte más alejada del recorrido, en pleno barrio mejicano de Humboldt Park. En los lotes cercanos al parque elevado y en las calles que dan a sus subidas, ya hay construcciones nuevas, casas especulativas para alquilar, condominos para vender y casas contemporáneas individuales diseñadas por arquitectos. En menos de un año el parque puso en el mapa (del mercado) a esta parte de la ciudad.
Caminamos bajo el sol, alejándonos del parque: ahí empezaba un Chicago más real. Barrios de casas que claramente tuvieron un pasado mejor, con un presente digno. Autos estacionados en la vereda de veinte años promedio, signos de un barrio humilde. Era domingo a la tarde, la gente todavía estaba en sus pic-nis de barbacoas, chicos corriendo por todos lados. Gritos en español, gente que volvía de la misa o de reuniones en la iglesia, música mexicana, alegría popular. Sabrán lo que se viene? Porque a esta ciudad la salvaron los inmigrantes, sobretodo los mexicanos y centro-americanos que la sostuvieron en los 70, 80 y 90 mientras la ciudad perdía población; pero ahora los ricos la están reclamando.
Se nos hacía tarde. Finalmente llegamos a Ashland Avenue para encontrar el restorán donde habíamos quedado con Mike: Mariscos Veneno, una maravilla que encontramos con él hace un tiempo. A cada cuadra que pasaba desde la esquina de Milwaukee que no encontrábamos el local nos poníamos más nerviosos. Cuando llegamos a la esquina que reconocíamos, no ver el cartel me preocupó: gentrificaron Mariscos Veneno! Por suerte fue una falsa alarma. Simplemente cambiaron de nombre: se llaman ahora Mariscos Alegría. Pintaron de azul la fachada y arriba hicieron un salón de fiesta. Todo está en orden: Alegría Mariscos sigue siendo un rincón Nayarit tan auténtico como sus cangrejos en salsa picante. Y el picante que te traen para las tortillas: es picante! Cenar en Mariscos Alegría es un espectáculo, ver a la gente (tan humilde!) disfrutar esos manjares del mar, tan bien preparados que seguramente los hacen sentir en casa, es hermoso. Sentarnos con Mike a enfrentar a esos cangrejos a pura mano “limpia” es tradición. Ojalá este rincón de autenticidad popular aguante el empujón hipster.
Juan Manuel Rois. 2016