Cerrar el Casino

Yendo
Una invitación inesperada, a una actividad que lo amerita, nos lleva por primera vez al casino de Rosario. Obviamente, vamos en colectivo. Linea 139. Lo tomamos en Dorrego y San Luis. Atravesamos el centro, doblamos por Juan Manuel de Rosas y de a poco abandonamos la parte de la ciudad más recorrida; doblamos por San Martín, pasamos por la pizzería Santa María y ya entramos a un territorio menos habitual. La vitalidad comercial popular de San Martín impresiona, más de cincuenta cuadras de tiendas, pequeños y medianos emprendimientos comerciales de escala familiar, lo poco que queda del entramado comercial que inventó esta ciudad. En el último asiento del colectivo, detrás de la puerta, me siento como un farsante, fuera de lugar, rodeado de toda esa dignidad popular. Llegamos a Avenida del Rosario y ahí se termina mi mapa mental de la ciudad. Ya estoy en una ciudad desconocida. El 139 vuelve a girar, esta vez volviendo sobre sus pasos, hacia el norte, y estamos en Lamadrid y los barrios de vivienda pública. Está lindo el barrio, en una tarde tranquila de un invierno que no se quiere ir, los vecinos volviendo a casa en colectivo después de la escuela o el trabajo. Yo nací en un barrio parecido, el barrio Telefónico de Provincias Unidas y Junín, barrio de construcción cooperativa del gremio de los telefónicos. Mi viejo era empleado bancario y estudiante de psicología y los sábados y domingos se juntaba con la barra a colocar ladrillos o chapas en los techos. Ahí viví hasta que nos fuimos a Colombia. Una vez que volvimos, mis viejos alquilaron en el centro y desde entonces, soy del centro. Estoy pensando en esto cuando el 139 llega a Battle y Ordoñez y creo que es donde nos tenemos que bajar, pero el colectivo sigue para el otro lado y me doy cuenta de lo que sucede: el recorrido del colectivo no está trazado para los que van al Casino como “turistas”, está trazado para los que van a trabajar ahí, pasamos primero por atrás, por la entrada de servicio, la de los laburantes. Desde la ventana del colectivo, ver la nave espacial del Hotel Cinco Estrellas, por sobre las terrazas de las casas auto-construidas de ese borde popular tan olvidado de la ciudad es de una violencia incontestable. Me bajo del colectivo con el corazón compungido. Como cometiendo una traición, encaro a la entrada del Casino.
Entrando
Apenas cruzás la reja, estás en otro planeta. Damos la vuelta y vemos la bandera de la provincia flamear en la entrada. Si yo fuera gobernador me daría vergüenza esa bandera flameando ahí, lo primero que haría sería pedir que la bajen. Caminando la vereda que lleva a la gran marquesina, me doy cuenta que el casino es el aeropuerto que nos falta. Pero todo es peor de lo que imaginaba, la entrada al Hotel, la calle de separación entre Hotel y Casino, la des-conexión con la realidad que nos rodea. Caminando este real no-lugar no puedo ponerme en el lugar del profesor de proyectos de mi facultad que dirigió la construcción de todo esto, lo que siento es una mezcla de desprecio e incomprensión. Me pregunto con qué cara hablará de ciudad y de espacio público a sus alumnos? Entramos al gran atrio central y ahora ya no estamos en un aeropuerto, estamos en un Shopping. Algunas marcas de lujo, estamos en Dubai. Hacia la derecha, la entrada al Casino. Creemos que la actividad a la que vamos es ahí, preguntamos al la gente de seguridad, nos avisan que es en el Hotel, al final del atrio, para el otro lado. Cruzamos la calle techada de separación, giramos la cabeza y como todavía es de día, vemos enmarcada en toda su potencia, la pobreza del barrio rosarino que imagino ve cada huésped del Hotel cinco estrellas al entrar. (O no lo verá? Vendrá ya inmunizado a la realidad, con ojos latinoamericanizados?). Una vez en el Hotel, otra vez el primer mundo de los ricos, amplios espacios, buenos materiales, escaleras anchas, mármol, granito o porcelanato, lo mismo da, todo brilla, todo está limpio. Cortinas blancas que esconden ventanales que denuncian donde estamos, demasiado para el huésped ver la villa miseria desde el lobby.
Casino
Terminada la actividad estamos en el atrio ya yéndonos cuando, asomados a los patios internos mirando a los tres subsuelos de estacionamientos, nuestro arquitecto interior nos hace ir hacia la sala del casino propiamente dicha. Me advierten lo que vendrá. Cruzamos la puerta y BANG! Ciencia ficción distópica! Luces de colores parpadeantes e hipnóticas! Ruidos espaciales celestiales monotonales y subyugantes! Luces y sonidos que incitan! Maquinas que piden sentarte enfrente, anunciando costar sólo cinco centavos y dar premios millonarios! La única actividad de la gente sentada en frente a estas maquinas es apretar un botón y ver mover imágenes en la pantalla símil movimiento mecánico! Ni las ruletas tienen crupier! Y todo esto apenas asomándome a una doble altura que tiene entrecruzada hacia arriba y hacia abajo otras dos plataformas de estas máquinas infernales. Hay espejos por todos lados, y líneas y mas líneas de estas máquinas en un laberinto sin fin. Apenas te movés un poco ya no sabés donde estás, quién sos. Sólo sabés que querés sentarte hasta morir desangrado entregándole tu último centavo a esta maquinaria infernal que tenés conectada a tu cerebro y que te pide más y más.
El Casino es una máquina espacial en la que todo detalle está estudiado, hay ciencia en esto, la Casinología: nada está sujeto al azar, cada decisión fríamente calculada. La música por ejemplo. Es lo más parecido al infierno que he experimentado. Es prácticamente locura inducida. Una música angelical, que abre las puertas del cielo a cada segundo, más brillante cada vez en un continuo de layers sonoros superponiéndose unos a otros en una armonía infernal infinita. La eterna caída ascendente. Los reflejos, los espejos, multiplican los colores y acompañan esta profusión de impulsos que te dejan catatónico: te entregás a la vorágine del juego, a la seducción de perder, y perder y seguir perdiendo. Paso por enfrente de las puertas doradas donde va la gente con plata a perder plata en mesas donde si hay crupieres. Trabaja mucha gente acá, guardias de seguridad, tipos vestidos de verde clarito, en algunas mesas con gente jugando cartas hay gente dando cartas, en algunas mesas de ruletas ves a empleados recibiendo 500 pesos y entregando fichas. 500 pesos que imagino deben ser un alto porcentaje de un sueldo. La gente que ves a tu alrededor no parece ser gente que pueda perder plata alegremente. Ves gente de clase trabajadora , el peso de los 500 pesos en el bolsillo es fuerte, la ocasión de perderlos en el supuesto trance de ganar millones que no vienen nunca hace a toda esta seducción más perversa aún. Acá hay gente perdiendo plata que le ha costado mucho ganar y que claramente no le sobra. Supongo que habrá más gente trabajando acá, horas y horas del día de muchos, dedicados a ser partícipes de esta maquinaria extractora de recursos. En medio de todo esto, asqueado, perplejo, confundido, pienso, a quién se le ocurrió que todo esto era una buena idea? Quién pensó que esto era bueno? Que era progreso? Y me acuerdo de una de la publicidades de nuestra administración socialista: las torres de puerto norte y el casino. El Casino! En Cuba hubo una revolución para cerrar casinos! Y acá los mostramos en una publicidad de un gobierno socialista? HAY QUE CERRAR EL CASINO. Es la única conclusión a la que cualquier persona sensata puede llegar. Hay que apagar esta maquina infernal. Hay que desenchufarla. Desconectarla. HAY QUE CERRAR EL CASINO.
Volviendo
Aturdidos, tomamos el taxi de la vuelta, que nos trae tranquilos por Boulevard Oroño. En cinco minutos estamos en casa. Demoro un día en juntar los pedazos.
Juan Manuel Rois, 2015